Desde el Instituto Empresa y Humanismo de la UNAV, nos llega este artículo de José María Ortiz.
Todo lo que puede suponer una ayuda para que las decisiones tomadas sean éticamente correctas es bienvenido. Puede resultar útil, como sugiere Laura Nash, hacerse algunas preguntas – ¿cuál es el objetivo preciso?, ¿cómo he llegado hasta aquí?, ¿qué intenciones persigue esta decisión?, ¿se perjudica a alguien?, ¿es previsible un cambio de circunstancias capaz de modificar los puntos de vista?, ¿a quién estoy dispuesto a dar explicaciones?, etc.–. Y en este sentido la existencia de los códigos éticos resulta muy útil porque indica unos puntos de reflexión, y también porque “puede impedir la paradoja del aislamiento, según la cual cada no quiere actuar bien moralmente, si los demás también lo hacen, pero no lo hace si teme ser l único que actúa moralmente”.
La aceptación de un código ético, por tanto, es algo más que una declaración de buenas intenciones ya que nos introduce en una perspectiva moral diferente; representa unos contenidos objetivos, fijos, admitidos por todos, no negociables, gracias a lo cual la actuación éticamente correcta pasa de entrañar un cierto riesgo –el riesgo de quedarse solo– a ser socialmente reconocida y premiada. Cuando existe una referencia ética objetiva –tenida por válida por todos los miembros de una organización– las acciones ya pueden ser juzgadas como correctas o incorrectas; mientras que si no existen referentes comunes las acciones se mueven con criterios estratégicos: hago una cosa u otra según lo que vaya a recibir a cambio, o según las repercusiones que puedo prever, o según entienda hasta dónde va a llegar la otra parte, etc.
Está claro que los códigos éticos no pueden suplir la responsabilidad de la decisión personal. Una sociedad mejor no se logra con códigos. Pero muchas veces ocurre que quienes más critican su existencia piensan que los códigos éticos se limitan a vaguedades tan abstractas que nadie puede negar. No cabe duda, por ejemplo, que es demasiado genérica la siguiente expresión: “Mantener una conducta social acorde con los valores de general aceptación”. Pero, la verdad, los códigos éticos no suelen limitarse a esas afirmaciones tan generales; o, al menos, no deben hacerlo.
Un código tiene que aspirar a ser verdaderamente regulador, sin abusar de ideales vagos y abstractos; debe proteger el interés público y el de aquellas personas a quienes sirve la actividad profesional regulada; no debe referirse a aspectos negativos de los competidores; y tiene que ser controlable y controlador.
Por ejemplo, resultan excesivamente generales algunos puntos del Code of Ethics de la Mc Donnell Douglas Corporation: “procurar que aumente la calidad de vida del mundo en que vivimos”, “ser dignos de confianza en todas las relaciones”, “utilizar de forma económica los recursos de la compañía”, etc. Sin embargo, la Asociación Americana de Profesores Universitarios confirmó en junio de 1987 un código de 1966 en el que se ofrecían contenidos mucho más verificables y reguladores de conductas, referidos a la responsabilidad de hacer avanzar los conocimientos, a la transmisión a los alumnos del afán por aprender, respecto a los propios colegas y a la institución académica, y como ciudadanos miembros de una comunidad.
Es muy importante que un código ético no quede en una declaración de buenas intenciones; si quiere ser eficaz debe especificar las consecuencias de su incumplimiento –llamada de atención, degradación, suspensión, expulsión–, y debe demostrarse que nadie escapa a sus exigencias.
¿Quiénes suelen intervenir en la redacción de los códigos? Los más representados son los directivos, sin olvidar a los miembros de los gabinetes jurídicos de las empresas; los menos representados en las comisiones elaboradoras son los fundadores o los consultores externos. Ello indica un grado de madurez y de conocimiento de la realidad que se lleva entre manos, desde luego. Pero indica también, no hay que olvidarlo, que la proliferación de códigos éticos hace que la mayoría se ajusten cada vez más a unos ciertos estándares.
En nuestro país se publicó recientemente un modelo presentado por la organización “Acción Social Empresarial”, en el que se recogen directrices muy interesantes de lo que puede resultar deseable en las relaciones de las empresas con sus trabajadores, con los socios y accionistas; con los clientes, consumidores y usuarios; con los mediadores y distribuidores; con los proveedores; con los competidores; con la comunidad; y con el medio ambiente.
La empresa debe intentar integrar a los trabajadores en un proyecto común, abonar una remuneración justa, dar un trato correcto anteponiendo la consideración de personas a la de recursos, basar la selección de personal en pruebas objetivas, evitar discriminaciones, informar, fomentar la comunicación interna, proporcionar la formación adecuada, prestar atención a la seguridad e higiene, garantizar los puestos de trabajo hasta donde lo permita la continuidad de la empresa.
Por su parte, los trabajadores deben cuidar y proteger los bienes de la empresa, actuar con mentalidad de ahorro, no solicitar ni aceptar de proveedores o clientes dinero ni regalos que puedan condicionar la vida de la empresa, considerar el uso de la huelga como recurso último, realizar el trabajo con la atención e interés debidos para obtener el mejor rendimiento posible.
Tan deletéreo es el autoritarismo como el admitir comentarios desleales acerca de los inmediatos superiores. Imaginemos una orden claramente injusta acompañada del siguiente comentario: haz lo que te digo; no te pido tu opinión; sería una pena que echaras a perder un prestigio que tanto te ha costado… Claramente ese trato es incorrecto porque está intentando obligar a un subordinado a que actúe en contra de su conciencia. En el sentido contrario, rompen la integración en un proyecto común comentarios del estilo “es muy fácil tener ideas para que otros las hagan”, o aceptar insinuaciones como “ya sé que no te descubro nada nuevo, pero tu jefe…”.
Respecto a los socios y accionistas, la empresa debe producir lícitamente los beneficios que justifiquen la inversión e incrementen su valor, informar acerca de los proyectos de futuro recabando su aprobación, no facilitar información que privilegie a unos accionistas frente a otros.
Clientes, consumidores y usuarios deben ser considerados como los destinatarios que justifican la existencia y el crecimiento de la empresa; por ello, debe ser garantizada la calidad de los productos, la información tiene que ser veraz, los errores deben ser subsanados de forma inmediata, tiene que justificarse el necesario servicio post-venta; y, antes que nada, el diseño, producción y distribución de los productos y servicios debe garantizar la satisfacción de necesidades, la integridad, seguridad y salud de los consumidores, usuarios y clientes.
Para conseguir que los mediadores y distribuidores se sientan identificados con la cultura empresarial, las relaciones con la empresa deben ser leales al contrato de colaboración inicial, y a la vez deben valorar las modificaciones en la producción y comercialización, así como la continuidad con la nueva entidad en los casos de venta, fusión, absorción o reconversión de la empresa productora. Esta lealtad tiene que ser recíproca, puesto que puede darse el caso de un distribuidor que decida establecerse por su cuenta; en ese caso debe quedar claro que primero se marcha, y después se establece; y no puede, una persona que ya haya decidido abandonar una empresa, dedicar el último tramo de su contrato a trabajar en beneficio de su futuro y contra quien todavía le tiene a su servicio.
Las adjudicaciones en concursos, subastas y la comparación entre diversas ofertas ofrecen un buen número de contingencias éticas en la relación entre la empresa y sus proveedores. La equidad, el respeto a la identidad –organización, proyección, marca– de cada uno de los proveedores y el evitar ponerlos en situación de enfrentamiento son aspectos que los códigos éticos tienen que incluir.
Para que las relaciones de una empresa con sus competidores se muevan dentro del marco de la lícita competencia es preciso mantener una actitud de mutuo respeto que se debe traducir en el uso leal de la información, en no contratar personal cualificado de la competencia para apropiarse de conocimientos vitales, y en anunciar los propios productos haciendo referencia sólo a sus características evitando comparaciones gratuitas. Tener una alta participación en empresas competidoras –o de otras relacionadas comercialmente con ellas– engendra situaciones conflictivas de difícil solución.
Las responsabilidades de la empresa con la comunidad circundante van desde el facilitar a los trabajadores la participación en actividades cívicas hasta la obligación de contar con una cobertura de seguros que subsane los daños a personas o bienes ajenos. Y, por supuesto, atender correctamente las obligaciones fiscales. Por últmo, no hay código ético que evite la referencia al medio ambiente; al equilibrio ecológico y urbanístico, y al ciclo completo del producto –evitar la contaminación, imprimir recomendaciones en los envases, etc.–.
En definitiva, como puede verse la elaboración de un código supone una completa reflexión acerca de los principales problemas éticos que surgen en todos los frentes de la actividad empresarial –marketing, producción, dirección, finanzas–; y en este sentido, su uti- lidad es muy grande ya que obliga a quienes rigen una organización a detectar esos problemas, y pone en sus manos la posibilidad de exigir el cumplimiento de las soluciones éticamente más adecuadas.
José María Ortiz
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