Por Anna Bajo
Con esto de que estamos en crisis parece que aquéllos a quienes las cuestiones éticas nos revuelven nos vemos en la obligación moral de analizar las causas y consecuencias de esta realidad tan dramática que estamos viviendo. El problema es que si bien llevamos ya al menos tres años analizando los motivos que nos han traído hasta aquí, no parece que estemos siendo tan activos en las propuestas para encontrar soluciones que arrojen alguna luz. Posiblemente, poco podamos hacer por introducir cambios sistémicos, aquéllos a donde todos estamos mirando como principales culpables: sistema económico, sistema capitalista, sistema financiero… Tal vez es tiempo de revisar la teoría de sistemas, porque algo parece estar fallando que los hace insostenibles (“sin capacidad de sostenerse por sí mismos”, que diría la RAE).
También hemos identificando que, a un nivel más individual, la ausencia de valores o una mala -si no malévola- interpretación de éstos son elementos que han contribuido, dentro de esos mismos sistemas revisables, a empujarnos hacia la coyuntura actual. Por citar algunos: ni la justicia, la igualdad, la solidaridad o la responsabilidad han asomado mientras contemplábamos el boom económico que precedía a la catástrofe.
Diagnóstico simplísimo, discúlpenme. Seguro que cada uno de nosotros podríamos enriquecerlo más, sin duda. Pero, ¿dónde están las soluciones? Pues ahora parece que todos miramos hacia el emprendimiento como única vía posible para salir del atolladero. Y algo de razón ya tienen los defensores de esta tendencia. No parece que nuestra capacidad productiva pueda vérselas con el reto de absorber un 25% de paro si no es por la vía del emprendimiento. Aquéllos a quienes esos valores “ausentes” a los que anteriormente me refería les sirven de brújula, se están animando, valiente o inconscientemente, según opiniones, a poner en marcha proyectos que además de pretender una rentabilidad económica, posean un potencial transformador para la sociedad. En medio de este panorama tan pesimista, ¿cómo no apoyar a quienes traen la esperanza de mejorar su vida y la de otros a través de su trabajo? A estos emprendedores sociales debemos, sin duda, dedicar significativos esfuerzos; al fin y al cabo, son ellos quienes están cruzando audazmente el Rubicón, con optimismo, confirmando aquello de que “el optimista cree en los demás y el pesimista sólo cree en sí mismo”.
Muchos defienden que para que despegue este fenómeno con fuerza, el del emprendimiento social, es preciso revisar la legislación para adaptar de manera ágil la realidad de estos negocios con su entorno. Sin duda que un impulso fiscal ayudaría enormemente. Pero dejémonos de victimismos y analicemos con sinceridad y responsabilidad qué podemos hacer cada uno de nosotros por contribuir a hacer realidad los sueños de los impulsores y sus beneficiarios. Desde nuestros puestos de trabajo, nuestros negocios, nuestras aulas, nuestros proyectos,…; desde nuestro comportamiento individual. ¿Cómo no ser optimistas con quienes son valientes y bondadosos? No nos queda otra. Son nuestra esperanza. Tal vez no la única, pero una gran baza, al fin y al cabo, para hacer mejor este mundo.
Anna Bajo
Investigadora en Responsabilidad Social de la Empresa
en la Universidad Pontificia Comillas
1 comentarios
Enhorabuena por tus comentarios, la verdad es que en estos momentos sociedades con alto valor ético en el campo del capital semilla, del capital riesgo y del business angels pueden ayudar mucho a este país.
Gracias por tu optimismo.