Desconozco el sistema educativo de Tanzania y la utilización de este país es puramente accidental. Lo utilizo porque el pasado miércoles en una de las múltiples reuniones a las que nos somete la vida universitaria, una profesora afirmó que no estábamos aplicando el Plan Bolonia sino el Plan Tanzania. No les voy a precisar si se trata de una reunión de la CCD, de la CCA, de la CAT, o las habituales de los departamentos para elaborar el POD o aplicar el GREC. No viene a cuento, porque el desvelamiento de esta nomenclatura forzaría preguntas básicas sobre la banalización del tiempo en la institución universitaria.
Esta compañera estaba sorprendida porque el sistema, en la unidad de campus le había asignado un aula donde los alumnos no cabían. En un aula de 40 tenían que meterse más de 100 personas y no sabían quién era el responsable de tan absurda asignación. Las autoridades del centro se desentendieron porque no formaba parte de sus competencias. Su alusión a Tanzania no se quedó ahí porque a lo largo de la reunión comprobamos que en la actualidad están vigentes varias normativas en grados, postgrados y doctorados. Por ejemplo, cuando un heroico investigador termina su tesis aún no sabe qué normativa se le aplicará ni quiénes evaluarán su trabajo. No sólo porque los tribunales tienen que ser paritarios sino porque los evaluadores de su actividad tienen que tener algún sexenio de investigación reconocido por la ANECA. Nuestra normativa no sólo impide que un premio Nóbel acceda a una plaza de ayudante universitario sino que forme parte de un tribunal académico.
Este ejemplo es una buena muestra de que los procesos de mejora instrumental permanente a los que obliga la homogeneización europea de titulaciones, lo que llamamos Plan Bolonia, no siempre son procesos de rendición de cuentas, de responsabilización personal, de incremento de la calidad investigadora, de estimación del esfuerzo personal, de incentivación del estudio, de formación humana integral y de capacitación para servir a la sociedad. Son procesos excesivamente mecánicos, diseñados por malos ingenieros de sistemas y aplicados por expertos en burocracia que desconocen los fines últimos de las actividades educativas. Algunos expertos nunca han cogido una tiza, nunca se han enfrentado a un grupo humano de adolescentes de veinte años y lo que es más grave, no han hablado en profundidad con un alumno.