Por José Luís Fernández Fernández
Hay un refrán castellano, que, enunciado por la parte de Oviedo, dice así: “Si quies conocer a Juanín, day un carguín…” Un carguín, como es sabido, viene a ser el diminutivo de “cargo”; y Juanín, el de Juan… Los carbayones, son más bien proclives a rebajar – Gelín, el Campillín, el Escorialín…-; mientras que los de Gijón, los de la villa del culo moyáu, tienden con más frecuencia al énfasis aumentativo. Véase, si no: Angelón, el Molinón, la Iglesiona, la Escalerona…
Lo del carguín viene a ser sinónimo de encargo, de empleo, de puesto de cierta responsabilidad, de función profesional más o menos destacada y relevante, de oficio señalado… Se refiere al hecho de otorgarle a alguien algún tipo de poder que antes no tenía. Ahí. Precisamente ahí, es donde y cuando –al decir de la sabiduría popular- se conocerá de veras cómo es realmente esa persona.
Lo habitual es que -más allá del legítimo orgullo y de las comprensibles concesiones al ego, cuando alguien promociona, en el momento en el que cualquiera sube de nivel en el organigrama-, si el sujeto es una persona psicológicamente equilibrada, con valores morales claros, una suficiente madurez ética y, sobre todo, si se conoce bien a sí mismo –sus puntos fuertes y sus debilidades- y tiene la conveniente dosis de humildad y sentido del deber… digo que, en ese caso, lo habitual es que la persona siga en su línea. No tiene por qué haber grandes, ni inusitados cambios en el modo de comportarse y proceder. Suele ocurrir que el individuo en cuestión tienda a esforzarse por hacer las cosas bien. Buscará, en tal sentido, dar lo mejor de sí mismo para ir estampando su huella, marcando tendencia, dejando constancia de su quehacer profesional, impactando positivamente en la cultura de la institución. Con ello, de paso, vendría a quedar demostrado que era merecedor al cargo que se le hubiera conferido…
En esta situación, lo que procede es desearle suerte, colaborar con esa persona de forma leal… y, como nadie es perfecto y esto de la gestión –aparte de una dosis elemental de técnica- no deja de ser un arte, conviene darle tiempo para que ajuste expectativas y ahorme su personalidad al puesto… Con un poco de suerte y algo paciencia, incluso, podría llegar a ser capaz de aportar aspectos positivos entre sus colaboradores; y a obtener resultados que, sin su liderazgo, nunca hubieran podido florecer en el marco organizacional… Y esto es predicable de cualquier organización: ya se trate de una empresa, de un hospital, de una dependencia de la Administración Pública, de una universidad, de una ONG o de una escuela de samba…
Por desgracia, otros muchos, cuando suben de grado, sufren una transformación, una suerte de metanoia hacia peor, que desconcierta a quienes la observan desde afuera; y que, con frecuencia, desquicia a quienes la sufren; o sea: a aquéllos que pasan a depender de la “jefatura” del precitado Juanín que, muy seguramente, exigirá que no se le apee el tratamiento… y pasará a llamarse, indisputablemente, “don Juan”, seguido del título que rotula sus nuevas funciones como jefecillo de esto o responsable de lo de más allá.
Sin embargo, como digo, a algunos sujetos el cargo les viene grande: los desborda, los sobrepasa… los eleva hasta su propio nivel de incompetencia. Cuando esto se produce, caben varias posibilidades. Puede ser que, el concernido, reconociéndose incapaz, considerando que no está en condiciones de dar la talla, opte por renunciar, por presentar la dimisión, por devolver las prebendas del nuevo puesto –sueldo y beneficios sociales inherentes a la posición, incluidos. De esa forma, quedaría también, ipso facto,exonerado de las responsabilidades anejas al mismo y, así, podría seguir viviendo tranquilo, funcionando en terreno conocido, en paz y en gracia de Dios.
En toda mi vida profesional, sólo conocí un caso de alguien que hubiera procedido de esa manera: mi cuñado, que Dios tenga en su gloria, Alberto Gualda, cuando, tras unas semanas al frente de la dirección de un importante hotel madrileño, reconoció que “aún no estaba preparado” y pidió volver a su cometido anterior como gerente de la sección de Alimentos y Bebidas…
Cierto es que la mayoría de quienes tocan poder, pero que ni tienen subjecto ni auctoritas para desempeñar el cargo como sería de esperar, tiende a aferrarse al puesto como un náufrago se abraza a un madero en alta mar. Y aquí viene el peligro.
Como conoce demasiado bien sus debilidades, pero, a la vez, no quiere desasirse de la canonjía, tratará de disimularlas al máximo. Haciendo gala de un maquiavelismo más o menos manifiesto, irá siempre a lo suyo; evitará comprometerse con nada ni con nadie; diferirá la toma de decisiones hasta límites insufribles; se procurará rodear de mediocres y de personas que no le puedan hacer sombra. Si además se trata de aduladores y lisonjeros, mejor. Llegado el caso, será implacable con los subordinados, a quienes hará responsables de cualquier error o fracaso, aunque sea exclusivamente imputable a su desidia o a su falta de preparación para desempeñar las tareas propias del empleo. Y, por supuesto, no vacilará en el momento de atribuirse logros y colgarse medallas que, en absoluto, le pertenecen.
Naturalmente, este tipo de jefe tóxico dista mucho de ser un buen líder. Y, a plazo medio, resultará nocivo para la propia organización.
Lo que venimos describiendo, ¿constituye, simple y llanamente, un problema de falta de ética? ¿Se trata, quizás, de las consecuencias derivadas de algún defecto, de alguna carencia profesional concreta? ¿O tal vez tendrá que ver con algún trastorno psicológico, derivado de traumas y vivencias negativas por parte del sujeto?
Aunque sería muy osado de mi parte diagnosticar de una manera general –cada toro tiene su lidia; lo mismo que cada caso y cada contexto responden a realidades particulares y a idiosincrasias singulares-, yo tiendo a pensar que el problema tiene que ver con una suerte de combinación de los tres aspectos señalados: incompetencia profesional, tara psicológica y falta de ética.
Incluso en los puestos ejecutivos de más alto nivel, al frente de todo tipo de organizaciones, podemos identificar con facilidad a gente acomplejada, a auténticos psicópatas, a individuos narcisistas que, con frecuencia hacen incluso gala de un acentuado ribete de sadismo. No resulta infrecuente encontrar a individuos mezquinos e incompetentes, mandando equipos y gestionando proyectos que, llamados a impactar de manera señalada en la sociedad, merecerían tener al frente a personas de más talla humana.
Si queremos que las empresa y organizaciones contribuyan –cada una desde su específica misión- al progreso de los pueblos, a la construcción de una sociedad más justa, a una economía verdaderamente sostenible y, en definitiva, a un mundo más humano, necesitamos poner al frente de las mismas a personas psicológicamente maduras y equilibradas; de competencia profesional demostrada; y, sobre todo, con la inteligencia emocional suficiente como para distinguir el bien del mal… y la voluntad firme de optar por lo mejor. Este requisito, en definitiva, pide que quienes ejercen el poder, para actuar bien, lo hagan desde una innegociable voluntad moral de ponerse al servicio de la institución y trabajar por el bien de la misma y de todos los que con ella se relacionan.
Publicado en entreparentesis.org