Por Antonio Argandoña
No es una idea original mía, claro. Lo dice mucha gente. Pero el caso es que carecemos de ideales morales, al menos en el caso de muchos de nuestros políticos, intelectuales y personajes públicos, probablemente porque nuestra sociedad ha perdido esos ideales -la justicia, el pleno empleo, la igualdad de oportunidades para todos…- que nos movían hace unos años.
Cuando esos personajes y los medios de comunicación que los jalean se enfrentan a problemas morales, lo hacen a distancia, de un modo calculador e instrumental: los valores ya no cuentan mucho en la vida de las personas, parecen decir. Y, claro, la gente no sabe cómo hacer frente a los problemas morales de su vida diaria. No sabemos cómo crear y desarrollar nuestras convicciones morales, al menos en la vida pública, sobre todo desde que relegamos la religión a la vida privada.
Lo que pasa es, a menudo, que hemos cortado el vínculo de la razón con la moral: ser una persona éticamente correcta no parece tener que ver con una razón, que ha quedado degradada por el oportunismo, el utilitarismo o el irracionalismo, como recordaban el Papa Juan Pablo II, su sucesor, Benedicto XVI, y el sucesor de este, Francisco. Nuestra sociedad es una “sociedad del conocimiento”, no una “sociedad de ideas”, de las que no nos fiamos, ni sabemos qué hacer con ellas. Y esto nos lleva al cambio continuo: las verdades son transitorias y relativas,“así es si así os parece”, como dice el título de una obra teatral de Luigi Pirandello.
Pero la desconfianza en la razón tiene un alto coste para nosotros: perdemos un recurso moral poderosísimo, sobre todo en un mundo incierto y convulso. Nos fiamos de lo que “es”, pero no sabemos dónde encontrar lo que “debe ser”, porque no tenemos ideales que, de alguna manera, nos acerquen a ese “deber ser”. Porque los ideales no son ideas abstractas, generales, sino motores para vivir y para actuar, pegados a la realidad, que nos alejan del cinismo (la vida es así, te guste o no), y de la resignación en la que el cinismo desemboca. Quizás deberíamos reconocer que somos sujetos morales, movidos por el bien y no solo por la ley y la norma, o por el interés personal y la utilidad… Y, a continuación, poner nuestra razón a pensar en lo que debemos hacer, y por qué debemos hacerlo.