Por Joan Fontrodona
Facebook ha decidido cambiar su política fiscal y pagar impuestos allí donde obtiene sus ingresos, en vez de desviarlos a un país con un mejor tratamiento fiscal. Bueno, al menos en el caso del Reino Unido, donde en 2014 Facebook pagó sólo 4.327 libras en impuestos.
No sé si las razones del cambio son por miedo a una crisis de imagen, o por la amenaza de una actuación del gobierno británico. Quizás es que Mark Zuckerberg se leyó el artículo que hace unos días publicamos con Pablo Sanz en Cinco Días sobre las implicaciones éticas en el pago de los impuestos.
Por si acaso, me permito reproducirlo aquí:
No es nuevo que las empresas, dentro de la legalidad, traten de recortar sus facturas fiscales tanto como puedan para mejorar su cuenta de resultados. Y tampoco es nuevo que ciertas empresas multinacionales, gracias a su amplia gestión de activos en tantísimos lugares del mundo, sean capaces de encontrar interpretaciones favorables del marco legal para reducir su contribución fiscal hasta límites insospechados.
En ocasiones, este ejercicio casi metódico y profesionalizado del recorte de impuestos ha llevado a lo que conocemos como “evasión de impuestos” (tax evasion), que no es otra cosa que una práctica ilegal para no tener que afrontar las cargas fiscales que, por ley, deben asumirse. Sin embargo, las noticias que han aparecido en los últimos días no tratan sobre prácticas ilegales, sino sobre prácticas estrictamente legales que respetan tanto las diferentes legislaciones nacionales como las regulaciones internacionales. Estas prácticas de “elusión de impuestos” (tax avoidance) son de las que se está “acusando”, si se puede decir en estos términos, a empresas multinacionales con tanta presencia como Starbucks, Google, Amazon o Apple.
Recordar un acontecimiento más que anecdótico puede ayudarnos a comprender en profundidad qué se está discutiendo estos días. En noviembre de 2012 tuvo lugar una sesión del comité británico de cuentas públicas a la que asistieron directivos de Google, Amazon y Starbucks para tratar de aclarar hasta qué punto estas multinacionales podrían estar eludiendo impuestos. Las declaraciones de Matt Brittin, directivo de Google en Europa, dieron a conocer ciertas prácticas como la localización de la sede europea en Irlanda por su baja fiscalidad o la localización de ciertos derechos de propiedad intelectual en Bermudas, alegando que, al fin y al cabo, la compañía tenía el deber con sus accionistas de minimizar sus costes. Matt Brittin, como otros ejecutivos, afirmó que nada de lo que se había estado haciendo suponía una ilegalidad, a lo que Margaret Hodge, la presidenta del comité, respondió: “No se les acusa de cometer actos ilegales. Se les acusa de cometer actos inmorales”.
No estamos, por tanto, ante un problema de cumplimiento legal, sino ante un problema de ética. Estamos acostumbrados a acudir a la ley para tratar los casos de evasión fiscal, y calificar como ilegal aquello que, ya de primeras, todos consideramos inmoral. Pero no sucede así con los casos de elusión fiscal. Aquí el debate requiere introducir algunos conceptos con los que no estamos tan familiarizados.
Legalidad y ética
Lo que este conflicto pone de manifiesto, en primer lugar, es que la ley es necesaria para generar un entorno empresarial sano y responsable. Gracias a la ley se establecen unos parámetros respecto a lo que es justo o injusto, y, en consecuencia, se desincentivan posibles malas prácticas o se incentivan buenas conductas. En este sentido, son más que bienvenidos todos los esfuerzos que gobiernos y agencias internacionales están llevando a cabo. Una acción coordinada apropiada permitirá, tanto armonizar marcos fiscales que desincentiven la huida de capital hacia paraísos fiscales, como facilitar la recaudación de los impuestos en los países que corresponda en función de la actividad desarrollada.
En segundo lugar, aunque sea necesaria, la ley no es suficiente. Entre otras razones, porque cualquier ley está sujeta a ser interpretada de diversos modos, hasta el punto que, como se dice en el ámbito jurídico, puede haber acciones que, aunque no vayan en contra de la letra, pueden ir en contra del “espíritu de la ley”. Cualquier ley, además de establecer un deber legal, debe ser interpretada desde una reflexión moral. En consecuencia, que las empresas paguen sus impuestos no es sólo un deber legal, sino más todavía una obligación moral.
Por lo tanto, en tercer lugar, es necesaria una reflexión moral previa sobre qué implica para la empresa ser una buena ciudadana y cuáles son sus derechos y obligaciones. Es entonces cuando uno debe preguntarse si, a pesar de lo que la ley le permita hacer, la cantidad de impuestos que paga corresponde a su nivel de actividad económica y a la contribución que se espera que haga a la sociedad, como contrapartida a los beneficios que ha obtenido a través de su actividad.
La contribución fiscal está entre las primeras obligaciones legales y morales de las empresas. Si éstas no cumplen con sus responsabilidades primarias, de muy poco servirán otras iniciativas corporativas en ámbitos sociales o medioambientales. Más bien, estas prácticas no dejarán de ser percibidas por los consumidores como meras herramientas de greenwashing destinadas únicamente a mejorar la propia imagen corporativa, para, paradójicamente, terminar empeorándola. Si verdaderamente las empresas quieren contribuir y que así lo valoren sus conciudadanos, las prioridades de su RSE deben quedar muy claras: en primer lugar, cumplir de la mejora manera lo que explícitamente constituye su operativa ordinaria; y, después, en la medida en que puedan permitírselo, colaborar en otras iniciativas voluntarias.
Una empresa que desee adoptar una actitud responsable en materia fiscal, debe apoyarse en unos principios firmes, y no sólo en un cálculo de cuánto paga y cuánto puede ahorrarse. En primer lugar, el buen gobierno, que favorecerá el respeto a la legalidad, la configuración de unas prioridades bien definidas y la consistencia en la toma de decisiones. Por otra parte, la transparencia, para facilitar la información relevante, evitando entramados legales que distorsionen una imagen fiel de la actividad de la empresa. Y, finalmente, la responsabilidad y la rendición de cuentas, que lleven a la empresa a cumplir sus obligaciones allí donde lleva a cabo sus actividades, sin montar esquemas financieros que permitan un movimiento irreal de capitales por razones puramente fiscales. Y, como nadie es buen juez en causa propia, para estar seguros de que se hacen las cosas correctas, es conveniente pedir consejo, además de al asesor fiscal, al asesor ético.