Por Josep M. Lozano
Hace veinte años que se constituyó la Asociación Catalana de Gestión Pública (ACGP). Su existencia es un buen indicador de la evolución de nuestro sector público y de sus directivos, porque por un lado presenta todavía rasgos institucionales “juveniles”, pero al mismo tiempo muestra la solidez de un colectivo que explicita su necesidad de definir y actualizar su identidad y de profundizar y mejorar en su profesionalización y reconocimiento social.
Un país es maduro cuando hace de la profesionalización de sus directivos públicos un elemento clave para la mejora del rendimiento institucional y cuando trabaja de manera constante en la reforma de sus administraciones.
Autores como D. Acemoglu y J. A. Robinson, en ¿Por qué fracasan los países? (2012) han mostrado que la riqueza de las naciones no depende de su situación geográfica, ni de su cultura, ni de la ignorancia o conocimiento de sus políticos, sino que viene determinada sobre todo por el proceso histórico de desarrollo institucional (político y económico) establecido por sus élites. Estas pueden favorecer instituciones extractivas o inclusivas. Las primeras provocan ineficiencia, opresión, desigualdad, clientelismo y corrupción. Las segundas, en cambio, generan prosperidad. A las primeras se las denomina extractivas porque están estructuradas para que un grupo reducido de personas pueda extraer los recursos de la mayoría en beneficio propio y utilizarlos después para consolidar su control y poder políticos.
Ahora bien, hay determinadas coyunturas críticas que pueden favorecer el cambio institucional a fondo. La grave crisis económica que padecemos o las propuestas de cambios sustantivos en las relaciones Catalunya-España pueden ser catalogados como coyunturas críticas y, por tanto, son factores que pueden favorecer también cambios radicales y de mejora en la trayectoria de nuestras instituciones públicas. La crisis puede ser empleada o bien para aplicar indiscriminadamente recortes en el sector público repitiendo el mantra de hacer más con menos, o bien para hacer mejor las cosas y hacerlas de manera diferente, para repensar de arriba abajo la función de nuestra administración pública aumentando su capacidad de gestión, su solidez institucional y la generación de valor a los ciudadanos, en términos de eficiencia y productividad.
En el sector público hay muchos profesionales excelentes. Pero hay déficits organizativos, tanto de dirección como de gestión (ineficiencia, incompetencia, solapamientos, sobrerregulación, burocratización, incumplimientos, rigidez, falta de profesionalidad, ausencia de instrumentos estratégicos, falta de evaluación de resultados) y déficits ético-políticos (opacidad, colonización por los partidos políticos, falta de control social, clientelismo, corrupción) que nos son bien familiares porque los padecemos diariamente. En gran medida son una copia exacta de los mismos déficits presentes en las administraciones públicas españolas.
Pero, a pesar de ello, la respuesta habitual de los gobiernos y de los aparatos de los partidos ha sido la ralentización de toda reforma y la colonización del servicio público en los puestos directivos considerándolo un espacio de colocación para sus cargos políticos. De esta manera, todos sin excepción refuerzan el modelo de institución extractiva, basado en dirigir clientelas y lealtades mediante el reparto de cargos. Pero, como recuerda F. Longo, la filiación política no habilita a nadie, como por arte de magia, para dirigir con eficacia y eficiencia un servicio público. Y como esta mala práctica se perpetúa, seguimos sin tener un marco institucional adecuado que permita que los directivos públicos profesionales y competentes puedan hacer bien su trabajo; siendo gobernados por la política, claro, pero razonablemente desvinculados del ciclo electoral y protegidos de la interferencia de los partidos en la gestión cotidiana.
La conclusión es clara. No podremos hablar de un real fortalecimiento de nuestras instituciones públicas y de la regeneración de la vida política sin abordar estos cambios. Sabemos que esto sólo se puede hacer con algunas posibilidades de éxito cuando el contexto es de cambio profundo (como consecuencia de una coyuntura crítica, como la actual) y cuando se aborda desde un claro liderazgo público, que incluye tanto la dimensión política como la dimensión gerencial. Como recuerda el presidente de la ACGP, J. Henrich, ambas dimensiones tienen elementos compartidos y diferenciales. Si hay liderazgo político la gestión se fortalece con un alineamiento estratégico claro. Si hay un nivel de gestión potente, la política se fortalece con la mejora de la actuación de la organización.
Pero con esto aún no es suficiente. Si queremos que la reforma y regeneración del ámbito público sean las dos caras de la misma moneda debemos convertir el liderazgo público en buen liderazgo, es decir, en una determinada manera de entender, vivir y ejercer la política y la gestión. La regeneración puede ser una manera efectiva de luchar contra la decadencia, la degradación o la corrupción. Necesitamos regenerar la política y el valor de la democracia elevando la mirada de la táctica a la estrategia y nos hace falta regenerar la gestión pública mejorando los mecanismos y criterios de actuación. Esta tarea está vinculada también con la renovación de las élites y, si hace falta, con su relevo. Por eso nos gusta reformularla como “re-generación”. Es decir, la misión renovadora que debería asumir una nueva generación.
[Artículo publicado con Àngel Castiñeira en La Vanguardia el 07.06.13]