Por Adela Cortina
Hace 40 años se produjo en España oficialmente una transición ética, y no solo política. El código moral único del nacionalcatolicismo quedaba derogado y distintas voces se preguntaban si no iba a existir ninguna ética común a todos los españoles, si a partir de entonces en el mundo moral “todo estaría permitido”, por decirlo con Iván Karamazov.
Algunos de nosotros creíamos, por el contrario, que podía existir esa ética común, la ética cívica, propia de la ciudadanía de una sociedad pluralista. Según esa ética, la libertad es superior a la esclavitud y al servilismo, la igualdad a la desigualdad, la solidaridad al desprecio, el respeto a la intolerancia, el diálogo al conflicto, y la protección de los derechos humanos era un deber. Compondrían esos valores los mínimos de justicia que una sociedad pluralista, como la nuestra, ya compartía en realidad, y el cambio político no haría sino darles un reconocimiento oficial.
Cuarenta años después la percepción de nuestra realidad ha cambiado. La crisis en que vivimos desde 2007 ha puesto fin a la idea de progreso continuo, los hijos no viven, ni vivirán mejor que sus padres. Ante la pregunta “¿qué nos ha pasado?” los catastrofistas aseguran que ya no hay valores, como antes dijeron que todo iba a estar permitido. Pero también ahora se equivocan, porque sí que los hay, siempre los hay, las personas preferimos unas opciones a otras y preferir es valorar. Lo que ocurre es que son tiempos difíciles por contradictorios.
Por una parte, como ha mostrado la crisis, con demasiada frecuencia se ha optado por los peores valores. El cortoplacismo, el afán de beneficio, caiga quien caiga, la opción por el bien particular frente al común, la falta de sensibilidad hacia los menos aventajados, las formas de vida consumistas han guiado demasiadas decisiones, letales para el conjunto de la sociedad. El paro, el trabajo precario y con salarios ínfimos, la tragedia de inmigrantes y refugiados desatendidos, la pobreza y el olvido de los vulnerables se deben, entre otras causas, al abandono de aquel capital ético por el que habíamos optado.
Por último, aunque no en último lugar, se dice de los jóvenes que regresan a los valores materialistas, a la seguridad y al bienestar, pero es lógico que se preocupen por ello en la actual situación, razones les sobran, y la obligación es tratar de cambiarla. Sin embargo, siguen apreciando mayoritariamente el medio ambiente, la tolerancia, la actitud abierta, las relaciones sociales y, parte de ellos, la participación en la vida pública.
¿Qué cabe augurar para el presente y el futuro próximo? ¿Es posible en tiempos contradictorios dar razones éticas para la esperanza en un futuro mejor? Por supuesto que las hay, pero en la respuesta radican el riesgo y la grandeza de la libertad: depende de lo que cultivemos.
Publicado en El País