Cuando te ofrecen la posibilidad de impartir clases de ética empresarial en una universidad de Corea –del Sur, obviamente–, tienes que aceptar. No suele ser habitual recibir ofertas de este tipo en las que, además, tienes tantas o más posibilidades de aprender que de enseñar.
Corea es uno de los países más avanzados en educación. El tiempo y el dinero que las familias invierten en educación son extraordinarios. La presión social y cultural para que los hijos estudien es absoluta. Son tres los factores esenciales para entender por qué eso es así. La idea de que el futuro personal depende del número de títulos académicos obtenidos; la noción confuciana de la centralidad de la educación en una sociedad muy jerarquizada, y, finalmente, el deseo de estudiantes y padres por igual por entrar a formar parte de las redes sociales establecidas en torno a los centros educativos, preferiblemente de élite. Así se entiende que más del 95 % de los estudiantes finalicen la educación secundaria. La consecuencia de todo ello es que la figura del profesor universitario es vista con un respeto reverencial, incluso excesivo, pues encarna el estrato superior de educación que se puede alcanzar.
Pese a los extraordinarios resultados obtenidos por Corea del Sur, por ejemplo, en el Informe Pisa sobre educación, se trata de un modelo educativo poco sostenible, sobre todo si lo comparamos con otros modelos, como el finlandés, mucho más amables con los estudiantes y las familias. A título ilustrativo, los alumnos coreanos que tengo en clase conforman el 1 % de las mejores notas del examen de acceso al sistema universitario. Se dice pronto. Pero, a la edad de veinte y pocos años, estos estudiantes han vivido una juventud que no desearía yo para mis hijos. Durante toda su adolescencia, han sufrido una presión por la nota de corte como pocos estudiantes en el resto del mundo. En esos años, los padres han invertido los ahorros en enviar a sus hijos, tras la jornada escolar, a las escuelas de refuerzo. Las horas de sueño pueden ser entre 5 y 6, por término medio, para un adolescente coreano. Los contenidos aprendidos en la escuela o en el instituto enseguida quedan reducidos a un mero acompañamiento de lo que realmente importa: dar lo mejor de sí mismos en las escuelas de preparación para el examen de ingreso. Una actividad que se alarga hasta altas horas de la madrugada. Las consecuencias psicológicas sobre los estudiantes las podemos imaginar. Recientemente, el gobierno ha introducido un toque de queda escolar para poner fin a esta locura, pero la situación recuerda la que se generó durante la implantación de la Ley Seca, que prohibía la venta de licor a ciudadanos ávidos de consumirlo. Los resultados, pues, están por ver.
¿Son mejores los estudiantes coreanos que los extranjeros? En mi caso, no lo son. Son extraordinarios en operaciones matemáticas, en memorizar y en resolver tests de respuesta múltiple. Habilidades o competencias perfectamente inútiles en un curso de ética empresarial. Otro problema no menor es el inglés: lo han estudiado mucho, pero su nivel es desigual. Han aprendido vocabulario y gramática, pero poco o nada de expresión oral. Finalmente, surge el mayor problema para una asignatura como la mía: el sentido comunitario, la incapacidad de cuestionar nada de lo que diga el profesor, de expresarse al margen de lo que sería la opinión estandarizada del grupo. El profesor echa en falta en estos estudiantes el pensamiento reflexivo y crítico; la capacidad de estructurar ideas, lecturas y pensamientos de manera creativa. Son estudiantes modelados a partir de un sistema educativo y cultural que el profesor visitante apenas empieza a comprender. De ahí surge la apasionante aventura de enseñar ética empresarial en un contexto tan alejado del nuestro y el porqué de mi convencimiento de que en un país como Corea el profesor, más que a enseñar, va a aprender.