En estos tiempos, en los que todos somos conscientes de la necesidad de un esfuerzo conjunto para superar la situación económica que padecemos, quizá podrían ser de utilidad algunas reflexiones desde el campo de la Doctrina Social de la Iglesia. Es necesario advertir, sin embargo, que no toca a la teología proponer soluciones técnicas a los problemas económicos, sino en todo caso ofrecer principios, juicios u orientaciones que ayuden a pensar y dar con soluciones concretas que puedan llevarse a la práctica. En ese sentido, dos líneas pueden ayudar a remontar la crisis: recuperar el sentido del bien común y mejorar la calidad moral personal.
Una de las líneas de fuerza de la última encíclica de Benedicto XVI ha sido precisamente la llamada a la recuperación del bien común (en sus distintos niveles) como horizonte de la actividad económica y política. El tipo de desarrollo que demandan las sociedades modernas no es un desarrollo a cualquier precio, focalizado en resultados inmediatos, sino un desarrollo sostenible.
La eterna pregunta sobre si la ética es rentable en los negocios admite dos respuestas: sí y no. Hay casos de iniciativas guiadas por sólidos principios éticos que han fracasado y otras que tienen éxito. Lo que sí está claro es que una moral sólida genera confianza, y la confianza, como podemos comprobar, es muy importante para los negocios.
La doctrina social de la Iglesia insiste en que la prosperidad económica, el deseado desarrollo, requiere que se preste atención a la dimensión espiritual de las personas. Esto deja abierta la exploración del papel de la religión, que aúna fe y razón en mutua ayuda, como elemento de contribución positiva a la actividad económica. Al decir contribución, no se debe pensar reductivamente en aportación económica, sino también en esa aportación cualitativa, intangible, que da lugar a disposiciones y actitudes de las personas francamente positivas para el bien común de la empresa y de la sociedad. Si nos tomamos en serio que la persona es un valor cada vez más reconocido en la empresa, debemos descubrir que la dimensión espiritual de la persona da paso a un potencial de calidad profesional, de compromiso, de entrega, de fraternidad y de servicio de gran relevancia para remontar una crisis.
No obstante, esto debe entenderse bien. El cristianismo no neutraliza en absoluto el requisito imprescindible del esfuerzo, sino en todo caso lo sostiene y potencia. No cabe duda que la cultura de la fuga mina las fuerzas para encarar los retos profesionales a que nos enfrentamos. El momento requiere una actitud dispuesta a enfrentar las contrariedades con afán de superación; dispuesta a mejorar la competencia profesional, a ejercitarse en la constancia; un esfuerzo para encontrar verdaderas soluciones a las dificultades, aunque lleven más tiempo, como por ejemplo, cuando se apuesta por la investigación de calidad, etc.
En definitiva, hace falta moral en tiempos de crisis. Ante esta tarea, el cristianismo tiene la capacidad de generar las energías espirituales necesarias para ser tenaces en este empeño con una actitud positiva y esperanzada que, no obstante, no se desentiende de la realidad.