Desde hace un cierto tiempo se insiste, cada vez más, en que los alumnos, especialmente en la universidad, deben ser considerados clientes. ¿Tiene sentido esta insistencia? ¿Deberíamos redefinir a las instituciones educativas como empresas proveedoras de servicios educativos?
El énfasis en el enfoque cliente tiene su razón de ser. A veces la enseñanza ha estado tan centrada en el profesor que ha hecho olvidar algo tan fundamental como que lo que importa no es que alguien enseñe, sino que alguien aprenda. A veces se ha reducido al estudiante a ser un receptáculo de contenidos hasta el punto que se ha olvidado que aprender es algo que involucra a la persona en su totalidad, y no sólo algunos aspectos cognitivos. En definitiva, a veces se ha confundido el objeto de la educación con el sujeto de la educación, sin prestar atención a éste último. De la misma manera que se dice –y se critica- que hay médicos que tratan con enfermedades y no con enfermos, se podría decir que hay docentes que tratan con contenidos y no con personas. Si a esto le añadimos que no todas las personas tienen el mismo estilo de aprendizaje, parece obvio que la exigencia de atender a la realidad de quien aprende es irrefutable. Y cuando hablamos de adultos con experiencia profesional es imprescindible un enfoque que los haga verdaderamente corresponsables de su aprendizaje. Algo muy distinto, por cierto, a creer que es de recibo exigir (en nombre del enfoque clientelar) una relación casi servil por parte de los servicios de todo tipo que se requieren en el marco de un centro educativo… o a creer que el cliente tiene la última palabra (sobre el contenido curricular o sobre la propia identidad del centro, por ejemplo).
Nada que decir por nuestra parte a todo lo anterior… excepto expresar nuestras dudas sobre si la mejor manera de plantearlo es introducir el lenguaje clientelar en la educación. A lo mejor sería suficiente si nos tomáramos en serio la pregunta sobre qué significa educar y de qué hablamos cuando hablamos de una persona educada. Porque hablar de clientes en educación arrastra inevitablemente la pregunta sobre el tipo desatisfacción que se les debe proporcionar. Y a veces educar consiste en generar una cierta insatisfacción: porque no se propicia ni facilita el dar por obvio lo que hasta el momento se ha dado por obvio; porque no siempre es fácil ni cómodo replantearse los propios supuestos y asunciones; porque para transformar las maneras de pensar, actuar o sentir a veces hay que trabajar intensamente dimensiones que no tienen un impacto instrumental y útil inmediato; porque a veces para aprender hay que desaprender, y liberarse de patrones mentales o de comportamiento… o simplemente porque en algunos aspectos la satisfacción viene con la perspectiva que da el paso del tiempo. En definitiva: hay casos en los que la satisfacción del cliente no refleja otra cosa que el fracaso del proceso educativo. Si en el contexto educativo ser –supuestamente- un cliente tiene poco que ver con serlo en el contexto de unos grandes almacenes o de una agencia de viajes, entonces hay que reajustar todo el proceso, empezando por cómo se comercializan los programas y las expectativas que se generan, que a menudo son el primer acto (des)educativo en el que se involucran las instituciones.
A veces se critica que hay una distancia entre lo que ocurre y se dice en el aula y lo que ocurre y se dice en la vida real. Como si lo que sea la vida real fuera algo obvio y evidente, por cierto. Esta crítica parte del supuesto de que esa distancia no debería existir, cuando a lo mejor lo que ocurre es que, en un cierto sentido, no hay educación posible si no se da esta distancia. A lo mejor se trata de asumir y sostener que no hay educación posible si solo se reproduce y se transmite la cultura convencional dominante; si solo se trata de convertir en normativo lo que ha tenido éxito y ha funcionado hasta el momento. Educación no es solo reproducción y transmisión de lo establecido, sino también crítica y cuestionamiento de lo establecido. En algunos casos la agenda relevante de temas no coincide con la agenda esperada de temas, y entonces la responsabilidad de la educación es ciertamente explicar y razonar, pero no dimitir de la responsabilidad educativa, que incluye estar dispuesto también a cuestionar los objetivos y preferencias con los que el… cliente se aproxima al proceso educativo, y lo que considera pertinente o prescindible.
En su día hizo fortuna la expresión de que necesitamos formar profesionales reflexivos; profesionales que no se limitaran a saber hacer, entre otras razones porque en una época de cambio actuar correctamente no se reduce a repetir lo aprendido: no crearemos futuro repitiendo el pasado. Pero tal vez no hemos elaborado suficientemente lo que entendemos por profesional reflexivo. Es decir: sobre qué tiene que ser capaz de reflexionar un futuro profesional. Porque no solo ha de tener por objeto su actividad ; ha de ser capaz también de trabajar sobre sí mismo y de comprender su contribución a la sociedad. Ha de ser capaz de elaborar el propósito de lo que hace y de asumirlo con un mínimo de autenticidad. Y este vínculo integrado entre persona, empresa y sociedad que debería catalizar la educación es lo que, en último término, configurará su perfil profesional.
Por si acaso, conviene no olvidar que quien en el contexto educativo solo haya sido tratado como cliente (por satisfecho que haya quedado) difícilmente en el futuro actuará y decidirá como persona.